Alix en Icaria
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Jacques Martin, Alix, La caída de Ícaro
Ese retorno a la niñez que conlleva la entrada en la senectud, en lo que a mí respecta, se manifiesta en el afán -por otro lado, nunca perdido- de bande dessinée. Bien es cierto que, desde hace sesenta años, nunca ha dejado de interesarme el cómic belga. Pero, desde que soy un sesentón, busco los álbumes de Jacques Martin y sus discípulos con una avidez mucho mayor que cuando sólo contaba cuarenta inviernos. Perfectamente puedo dedicar un día entero a comprar uno que ofertan en una librería en la otra punta de Madrid.
Maravillado con los acólitos del gran Jacques -vaya evocando el título de la célebre canción de Brel-, he resuelto el problema que tenía con los continuadores de su obra comprendiendo que son auténticos discípulos como Martin lo fue de Hergé, y disfruto con el trabajo de todos ellos. La caída de Ícaro (2001), aún cuenta con un guión de Martin, siendo el dibujo de Rafaël Morales, cuyo trabajo ya me era conocido, por ejemplo, por ¡Oh, Alejandría! (1996).
Como es costumbre en Martin, siempre que alude a algún hito de la antigüedad -El último espartano (1967), La torre de Babel (1981), El caballo de Troya (1988)...-, el maestro se vale del dato como reclamo para contar su historia. Ahora bien -considerando el afán didáctico que le inspira, eso no quita para que siempre haga alguna referencia al hecho histórico -o a la leyenda, como es el caso en esta ocasión- aludida en el título.
Así pues, La caída de Ícaro (2001), vigésimo segunda aventura del joven amigo de César, está ambientada en Icaria. Y en ella, siguiendo la costumbre de Martin -que aún era el guionista de la serie en 2001- se cuenta la historia de Ícaro, el hijo de Dédalo, el arquitecto del laberinto de Creta, quien para salir de allí se construyó unas alas. Pero Ícaro alzó tanto su vuelo que el sol derritió la cera con la que habían unido las plumas de su ingenio y encontró la muerte cuando cayó, truncándose dramáticamente su vuelo.
En fin, una historia que todos sabemos. La gracia es que en estas viñetas la pone en escena Arbacés, eterno antagonista de Alix -que en su representación se reserva el papel de Ícaro-, anunciándose a los sitiados, intramuros de la ciudad, como "el jefe de todos estos miserables que os asedian" (pág. 19). Su pantomima es una celada para acabar con la resistencia de la ciudad.
Visto por última vez en La tiara de Oribal (1958), donde se le da por muerto, no reconozco a Arbacés en su nueva fisonomía. Pero su espíritu sigue siendo el mismo y en verdad que aplaudo su regreso. Pocas villanías son tan estimables como estas de las viñetas.
No es mucha la bibliografía que ha inspirado el noveno arte en las letras patrias. Tebeo y cultura de masas (Luis Gasca, 1966) es el primer estudio en español sobre el tema del que yo tengo noticia. Como el propio título indica, el término "cómic", anglosajón, aún estaba por acuñar -o por normalizar en español- y tuvo en Javier Coma -Los cómics: un arte del siglo XX (1978), Del gato Félix al gato Fritz (1979), Y nos fuimos a hacer viñetas (1981)...- a otro de sus primeros estudiosos. Román Gubern, colaborador de ambos en distintos títulos, también de antiguo escribió algunos trabajos en solitario. Quiero recordar El lenguaje de los cómics (1966), aunque, desgraciadamente, tampoco he tenido oportunidad de leerlo.
Todos ellos son textos que apenas se han reeditado, debido, sin duda, a ese desinterés por el tema al que me refiero. En la actualidad, los cómics -que no el manga, que para mí no reviste interés alguno- sólo ocupan el seis por ciento del montante total de la producción nacional. Atrás han quedado esos años 60, a los que se remonta mi amor a los tebeos, en que la española era una de las principales tradiciones historietísticas europeas.
Sí he leído -y con sumo agrado- Tintín, Hergé y los demás (1988), de Juan d'Ors -piedra angular de mi propia tintinofilia-, La España del tebeo (2001) de Antonio Altarriba, y las dos espléndidas aportaciones de Editorial Glénat a esa exigua bibliografía a la que me refiero: El canon de los cómics (1996), de Ignacio Vidal-Folch y Ramón de España y La historia en los cómics (1997) de Sergi Vich. En este último, aunque reproducida en blanco y negro, contemplé maravillado por primera vez esa viñeta de la página treinta y seis de La tiara de Oribal, que, sostiene Vich -a fe mía que con acierto- "está inspirada en las leyendas de los jardines colgantes de Babilonia".
En aquellos días, anteriores a la nunca bien ponderada publicación sistemática de la obra de Martin y sus discípulos por Netcon2 a partir de 2010, buscaba los Álbumes de Alix publicados desordenadamente por Okius-Tau, Norma y Glenat y no me había sido dado aún la contemplación de esa viñeta de La tiara... ni ninguna otra de los grandes exteriores. Si el famoso síndrome de Stendhal también puede aplicarse a los cómics, yo lo siento ante las escenas de exteriores urbanos de Alix. La primera fue ante esa de la página treinta y seis de La tiara...
En todas las viñetas del comienzo de La caída..., que muestran una escena general de la llegada de Alix a Icaria, he vuelto a experimentar dicho éxtasis. Y estando tan estrechamente ligado a la nostalgia de mi infancia este afán de cómics -renovado ahora, aunque nunca extinguido-, he recordado ciertas tardes de los domingos de mis primeros años. Por una u otra razón no iba al cine, me quedaba en casa leyendo el Jabato color, de Víctor Mora y Francisco Darnís.
Aún recuerdo los fondos de las viñetas de aquel antiguo esclavo de Roma que fue Jabato y he de reconocer que las comparaciones son odiosas. Se exigía tanto a los historietistas españoles de la edad dorada del tebeo patrio -y se les pagaba tan poco- que se veían obligados a un estajanovismo que fue en detrimento de su obra. Así, las escenas generales, los fondos de El Jabato, no tienen parangón con los de Alix.
En cuanto al argumento: Alix y Enak arriban a Icaria llamados por Numa Sadulus y su esposa Arqueloa, quienes ya no son conocidos de El niño griego (1980). Desde el primer momento, al joven galo amigo de César, le escaman los sujetos con trazas de piratas que conforman las tripulaciones de la flota que fondea a la entrada del puerto.
En efecto, ellos son los miserables comandados por Arbacés. El pérfido villano -por cierto, también griego, como Rastapopoulos, uno de los simpáticos malotes de las aventuras de Tintín- quien, confabulado con Numa, lo ha dispuesto todo para vengarse de Alix por las cuentas que tienen pendientes desde La tiara..., a la vez que saquean la ciudad. Alix conseguirá escapar y avisar a los romanos.
Me gusta el asunto de La caída de ïcaro. ¡Claro que sí! Pero, lo que en verdad me extasía, son esas viñetas que nos muestran las vistas generales de Icaria como en las panorámicas descriptivas con que nos muestra el mundo, el universo entero el cine.
Publicado el 23 de septiembre de 2022 a las 04:15.